¿Es posible garantizar una atención médica accesible y de calidad sin la intervención del Estado? Desde la perspectiva anarco-capitalista, no solo es posible, sino que es deseable. Bajo esta visión, el Estado es considerado un ente opresor e ineficaz en la provisión de servicios de salud, y se argumenta que un sistema de libre mercado liberado de sus ataduras podría brindar mejores resultados. Mientras muchos países defienden la salud como un “derecho” que el gobierno debe asegurar, los anarco-capitalistas sostienen que la salud es, ante todo, un bien que surge de interacciones voluntarias en el mercado, y que tratarla como derecho estatal ha llevado a ineficiencias, racionamiento y estancamiento en la innovación.
En este artículo exploraremos los fallos de los sistemas estatales de salud —desde la ineficiencia burocrática y la corrupción, hasta las listas de espera interminables y la falta de innovación— y los contrastaremos con casos exitosos de sistemas de salud privados alrededor del mundo. Analizaremos cómo la competencia y la libertad económica pueden mejorar la calidad de la atención médica y presentaremos ejemplos de innovaciones impulsadas por el mercado que han transformado la medicina. Finalmente, abordaremos los argumentos económicos y filosóficos desde la óptica anarco-capitalista, discutiendo por qué la salud puede entenderse mejor como un servicio del mercado y no como un derecho garantizado por el Estado.
Los fallos de los sistemas estatales de salud
Los sistemas de salud controlados o provistos mayoritariamente por el Estado suelen enfrentarse a problemas estructurales graves. Al funcionar sin los incentivos del mercado, presentan a menudo ineficiencias burocráticas, corrupción, largas listas de espera y escasa innovación tecnológica. A continuación, examinamos cada uno de estos fallos.
Ineficiencia burocrática y corrupción en la sanidad estatal
La administración estatal de la salud conlleva enormes aparatos burocráticos que pueden dilapidar recursos y abrir espacio a la corrupción. Organismos centralizados y monopolios públicos suelen carecer de incentivos para optimizar costos o mejorar la atención al paciente. Como resultado, una porción significativa del gasto en salud pública se pierde en manos de la corrupción: se estima que a nivel mundial se malversan cada año unos 500.000 millones de dólares del gasto sanitario público por prácticas corruptas. Esta cifra exorbitante equivale a mucho más de lo necesario para lograr la cobertura sanitaria universal, y sin embargo se evapora debido a sobornos, fraude en contrataciones, sobreprecios y otras irregularidades.
Los escándalos no son teóricos: abundan ejemplos concretos. Durante la pandemia de COVID-19 en 2020, en México se descubrió que el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) adquirió ventiladores respiratorios a precios tres veces mayores de lo normal: pagó 1,55 millones de pesos por unidad cuando el precio promedio oscilaba entre 500.000 y 800.000 pesos. Estos equipos fueron catalogados como “los ventiladores más caros de la historia” del país, un claro caso de sobrecosto atribuido a la corrupción en una institución pública. Este ejemplo ilustra cómo los manejos opacos y el despilfarro erosionan la eficacia de la sanidad estatal, desviando recursos que deberían salvar vidas.
Incluso en países desarrollados, la burocracia sanitaria puede generar ineficiencias administrativas que impactan la calidad del servicio. Grandes jerarquías, trámites engorrosos y decisiones centralizadas ralentizan la respuesta a las necesidades médicas. Sin la presión de la competencia, un hospital público no tiene el mismo incentivo para reducir gastos superfluos o mejorar la experiencia del paciente. El resultado suele ser un servicio más costoso y de menor calidad del que podría lograrse en un entorno competitivo. Mientras tanto, los profesionales de la salud pueden desmotivarse al trabajar en esquemas rígidos donde la recompensa al desempeño es limitada y las mejoras se estancan en laberintos administrativos.
Listas de espera y racionamiento de la atención
Otro problema notorio de la salud estatizada son las listas de espera prolongadas para acceder a tratamientos, cirugías y especialistas. Cuando el Estado ofrece servicios “gratuitos” o fuertemente subvencionados, la demanda tiende a exceder la oferta disponible. En lugar de precios que equilibren oferta y demanda, el mecanismo de racionamiento pasa a ser la espera. El caso del Reino Unido es emblemático: el Servicio Nacional de Salud (NHS), sistema público financiado por impuestos, registra actualmente las listas de espera más largas de su historia. En Inglaterra hay 7,47 millones de personas esperando para comenzar tratamientos rutinarios en el hospital y casi 400.000 pacientes llevan más de un año aguardando por su procedimiento. Estas demoras, exacerbadas tras la pandemia y por la escasez de personal, están cobrando un costo humano. Solo en cardiología, más de 300.000 pacientes con problemas del corazón esperan diagnósticos o intervenciones; cerca de la mitad han esperado cinco meses o más por pruebas esenciales como análisis, angioplastias o bypass. La Fundación Británica del Corazón advirtió que las largas esperas están poniendo vidas en riesgo, señalando miles de muertes adicionales por enfermedades cardíacas en los últimos años, a las que las demoras en tratamiento habrían contribuido. De igual forma, miles de pacientes oncológicos en Inglaterra ven retrasado el inicio de su terapia, lo que reduce sus posibilidades de supervivencia. Trágicamente, tener un “derecho” a la atención en el papel no impide que en la práctica muchos enfermos empeoren o mueran antes de recibir tratamiento.
Frente a estas demoras, quienes pueden permitírselo buscan alternativas. En el Reino Unido, muchos pacientes acaban desistiendo de la espera y acuden a la sanidad privada, pagando de su bolsillo para obtener antes la cirugía o consulta necesaria. Otros, lamentablemente, simplemente aprenden a vivir con sus dolencias mientras esperan, con la consiguiente merma en su calidad de vida. Del mismo modo, en Canadá —donde rige un sistema público de pagador único en cada provincia— las esperas para especialidades y cirugías no urgentes se miden en meses. El informe Waiting Your Turn 2023 reveló que la espera mediana desde la derivación de un médico general hasta el tratamiento especializado fue de 27,7 semanas en Canadá. Esta realidad ha impulsado un turismo médico creciente: cada año, miles de canadienses viajan a Estados Unidos, México u otros países buscando la atención inmediata que el sistema público les niega en tiempo razonable. En suma, las listas de espera se han convertido en el “precio oculto” de la sanidad estatal: cuando el pago directo del paciente es cero, el pago se realiza en tiempo, dolor y riesgos agravados por la demora.
El racionamiento de la atención en sistemas estatales no solo se refleja en esperas, sino también en restricciones explícitas de ciertos servicios según criterios burocráticos. Un ejemplo polémico ocurrió en el Reino Unido cuando algunos organismos del NHS decidieron posponer cirugías no urgentes a pacientes obesos o fumadores hasta que bajaran de peso o abandonaran el tabaco, supuestamente para priorizar recursos en quienes tendrían mejor pronóstico. Si bien estas medidas fueron justificadas como temporales, suscitaron fuertes críticas: ciudadanos que cotizan para un sistema “universal” se vieron excluidos de operaciones de cadera, rodilla u otras debido a su estilo de vida, preguntándose qué valía real tenía su derecho a la salud. Este tipo de decisiones reflejan cómo, bajo un sistema estatal, la escasez puede llevar a criterios de racionamiento arbitrarios que serían impensables en un mercado libre. En un entorno de competencia, un proveedor difícilmente rechazaría pacientes por su peso o hábitos (podría sugerir cambios, pero no tiene poder para negarles el servicio, pues el paciente buscaría otro proveedor); en cambio, un monopolio público sí puede imponer tales condiciones porque los pacientes no tienen alternativas dentro del sistema. Así, la noción de “universalidad” se ve socavada por la realidad del racionamiento: muchos descubren que su acceso depende de decisiones administrativas y no de sus propias necesidades o elecciones.
Falta de innovación y estancamiento tecnológico
La capacidad de innovar en medicina —adoptar nuevos tratamientos, tecnologías, fármacos y formas de gestión— es crucial para mejorar la calidad y esperanza de vida de la población. Sin embargo, los sistemas sanitarios estatales a menudo muestran una preocupante lentitud en la adopción de innovaciones y en la modernización de sus infraestructuras. Presupuestos rígidos sujetos a ciclos políticos, aversión al riesgo en la burocracia, ausencia de competencia que recompense la mejora, y marcos regulatorios engorrosos conspiran para que estos sistemas avancen a paso lento.
Un indicador claro de este estancamiento es la disponibilidad de equipamiento médico avanzado. Comparando la dotación tecnológica per cápita de distintos países desarrollados, se ve que aquellos con sistemas más centralizados suelen quedar rezagados. Por ejemplo, el Reino Unido tiene solamente 6,1 máquinas de resonancia magnética (MRI) por millón de habitantes, una de las densidades más bajas del mundo desarrollado, inferior incluso a la de países más pequeños como Estonia y Eslovenia. En contraste, Estados Unidos (con un sistema mixto donde el sector privado tiene gran peso) cuenta con 38,1 escáneres de MRI por millón de personas, y Alemania con 30,5 por millón. Esto significa que en países con mayor participación de mercado, los pacientes disponen de mucho más acceso a pruebas diagnósticas modernas, lo que permite detectar enfermedades más tempranamente y tratarlas con mayor rapidez. En el Reino Unido, la escasez de equipos —sumada a la falta de planes ágiles para renovar aparatos antiguos— ha llevado a que un porcentaje significativo de escáneres del NHS tenga más de una década en operación, volviéndose técnicamente obsoletos para ciertos estudios avanzados. Consecuentemente, algunos hospitales públicos británicos no pueden realizar exámenes de última generación (por ejemplo, determinados estudios cardíacos o prostáticos por MRI) simplemente porque su maquinaria no lo permite. Esta brecha tecnológica se traduce en diagnósticos menos precisos o más tardíos para los pacientes, y a menudo obliga a derivarlos a centros privados o incluso al extranjero si pueden pagarlo.
La introducción de nuevos medicamentos también enfrenta trabas en entornos estatales. Organismos gubernamentales como el NICE (National Institute for Health and Care Excellence) en el Reino Unido analizan minuciosamente el costo-efectividad de los fármacos para decidir si el sistema público financiará su uso. Si un medicamento innovador es considerado “demasiado caro” en relación con los años de vida que aporta, el NHS simplemente no lo cubre. En 2015, por ejemplo, el NHS dejó de ofrecer seis medicamentos innovadores contra el cáncer de mama por considerarlos de “valor insuficiente por dinero”, pese a que algunos extendían la vida de pacientes varios meses o años. Para las mujeres afectadas, esta decisión implicó no tener acceso a terapias de última generación disponibles en otros países, a menos que las costearan de su bolsillo. De forma análoga, tratamientos de vanguardia para enfermedades raras o terapias génicas suelen tardar más en adoptarse en sistemas públicos, donde cada nueva terapia compite con otras prioridades por un trozo fijo del presupuesto. La ironía es evidente: mientras en el discurso político se proclama el derecho a la salud, en la práctica muchos pacientes en sistemas estatales se ven privados de los últimos avances médicos, ya sea por recortes o por la inercia burocrática que retrasa la aprobación.
En suma, los sistemas estatales tienden al inmovilismo, protegidos de las dinámicas competitivas que obligan a innovar. Los pacientes de estos sistemas pagan un precio oculto: menos opciones terapéuticas disponibles, tecnología insuficiente o anticuada, y una atención que evoluciona más lentamente de lo que la ciencia permite. Este estancamiento contrasta con lo que observamos en entornos más competitivos, donde la adopción de mejoras suele ser más rápida para atraer y retener a los “clientes” (los pacientes). Veamos ahora cómo el mercado, cuando se le permite operar libremente, puede convertirse en motor de eficiencia e innovación en la salud.
Experiencias exitosas de sistemas de salud basados en el mercado
A pesar de los temores que existen sobre la provisión privada de salud, diversos países y modelos han demostrado que la atención médica puede ser accesible y de alta calidad sin necesidad de un monopolio estatal. Desde sistemas nacionales que incorporan aseguradoras y prestadores privados en competencia, hasta sectores específicos dentro de países con sistemas públicos, la evidencia sugiere que el libre mercado bien diseñado puede superar muchos de los problemas antes descritos. A continuación, revisamos algunos casos emblemáticos alrededor del mundo.
Singapur: responsabilidad individual y eficiencia
Singapur es frecuentemente citado como un modelo de mercado en salud. Este pequeño país asiático cuenta con un sistema híbrido pero predominantemente privado en financiamiento, y ha logrado resultados sobresalientes en calidad y eficiencia a nivel mundial. De hecho, la Organización Mundial de la Salud clasificó al sistema sanitario singapurense como el mejor de Asia, por delante de Hong Kong y Japón, destacando que conviven “costos bajos y una excelente calidad de servicio”. ¿Cómo logra Singapur esta aparente cuadratura del círculo de salud barata pero buena?
La clave está en un enfoque de responsabilidad individual, ahorro para gastos médicos y competencia regulada inteligentemente. En Singapur cada ciudadano destina parte de su ingreso a cuentas de ahorro de salud personales (plan Medisave), de las que paga sus atenciones rutinarias; existen seguros catastróficos (Medishield) para gastos mayores y un fondo de ayuda estatal (Medifund) para quien agota sus recursos. La provisión de servicios se realiza tanto en hospitales públicos autónomos (gestionados casi como empresas) como en hospitales y clínicas privadas, que compiten entre sí por los pacientes. Gracias a esta estructura, el gobierno de Singapur solo financia directamente cerca del 33% del gasto sanitario (muy por debajo del ~75% de gasto público típico en Europa), alcanzando aun así la cobertura universal. Los pacientes singapurenses, al usar su propio dinero ahorrado para costear parte de sus cuidados, tienen incentivos a emplear el sistema con mesura y exigir buena calidad por su dinero. Por su parte, los prestadores —públicos o privados— tienen motivación para atraer a esos pacientes ofreciendo mejor atención, tecnología o comodidad, en un entorno donde ningún proveedor puede dormirse en los laureles.
Los resultados hablan por sí solos. Singapur ostenta indicadores de salud equiparables o superiores a los de países ricos: su esperanza de vida supera los 83 años (más alta que la de EE.UU. o Reino Unido) y tiene tasas muy bajas de mortalidad infantil y por enfermedades prevenibles. Todo ello gastando en salud apenas 4-5% de su PIB (sumando público y privado), proporción notablemente baja para el nivel de desarrollo del país. Además, sus hospitales, tanto públicos como privados, han recibido múltiples acreditaciones internacionales de calidad (12 de ellos acreditados por Joint Commission International, representando una tercera parte de todas las instituciones acreditadas por JCI en Asia). Singapur demuestra que una arquitectura de mercado con apoyos focalizados puede brindar salud de primer nivel de forma sostenible. La competencia ha mantenido a raya los costos, mientras la participación activa de los ciudadanos en el financiamiento ha evitado abusos y sobreutilización. Este sistema, lejos de ser “salvaje”, está cuidadosamente diseñado para alinear incentivos privados con objetivos públicos de salud, y sirve como inspiración para reformadores en todo el mundo.
Suiza: seguros privados universales y libre elección
Otro ejemplo ilustrativo es Suiza, cuyo sistema sanitario es público-privado con fuerte protagonismo de aseguradoras y prestadores privados. En Suiza todos los residentes deben adquirir un seguro médico básico obligatorio de entre las muchas aseguradoras privadas disponibles. No existe un Servicio Nacional de Salud al estilo británico; en cambio, el Estado regula el mercado (definiendo un paquete mínimo de cobertura que todas las pólizas deben ofrecer y subsidiando las primas de la población de bajos ingresos), pero la prestación la realizan hospitales cantonales, clínicas privadas y médicos independientes. Los suizos pueden elegir libremente su aseguradora y proveedores de salud, y las aseguradoras compiten en precio y calidad de servicio, dado que están obligadas a aceptar a cualquier residente como cliente sin importar su edad o historial médico. Este modelo garantiza la cobertura universal mediante mecanismos de mercado: nadie queda sin seguro (por mandato legal), pero ese seguro lo provee una empresa en competencia, no el gobierno directamente.
Suiza suele figurar entre los países con mejores resultados sanitarios del mundo tanto en indicadores objetivos como en satisfacción de los usuarios. Estudios comparativos señalan que la calidad de la atención suiza es muy alta y el acceso muy amplio: la red de médicos y hospitales es densa, y prácticamente toda la población recibe la atención que necesita sin largas demoras. La esperanza de vida en Suiza ronda los 84 años, una de las más elevadas globalmente. Los tiempos de espera para cirugías o consultas especializadas tienden a ser cortos o inexistentes comparados con sistemas monopólicos, ya que los pacientes tienen múltiples opciones de atención. El acceso es inmediato o rápido para la mayoría de servicios, similar a la experiencia estadounidense en su sector asegurado. Naturalmente, esta calidad tiene un costo: el suizo es uno de los sistemas más caros; en 2021, el gasto total en salud fue cerca del 11,8% del PIB, por encima de la media europea (~9-10%). Sin embargo, a diferencia de EE.UU., donde el gasto es aún mayor pero con cobertura incompleta, en Suiza nadie queda fuera: el mandato de seguro y los subsidios estatales aseguran que hasta los de menores ingresos tengan una póliza que cubra sus necesidades básicas. En resumen, Suiza muestra que es viable lograr cobertura universal con aseguramiento privado competitivo, reteniendo las virtudes del mercado (variedad de ofertas, innovación constante, eficiencia) sin abandonar a los grupos vulnerables. Los suizos disfrutan de atención médica de alta calidad, libertad de elección de médicos y hospitales, y un sistema que incentiva tanto la eficiencia (las aseguradoras presionan para contener costos, y la gente comparte gastos mediante deducibles) como la innovación (los proveedores buscan destacar con mejores tratamientos para ganar pacientes).
Estados Unidos y otras evidencias del mercado
Estados Unidos suele mencionarse como un caso polémico, dado que es el país con mayor gasto en salud pero aún sin cobertura universal total. Sin embargo, es importante entender que la salud estadounidense no opera en un mercado completamente libre: aproximadamente la mitad del gasto es público (programas como Medicare y Medicaid), existen fuertes regulaciones y distorsiones (por ejemplo, la vinculación del seguro al empleo por incentivos fiscales, o leyes que dificultan la apertura de nuevas clínicas u hospitales), y no hay libertad total de entrada en ciertos rubros. Aun así, el sector privado de EE.UU. evidencia tanto las ventajas como las asignaturas pendientes de un enfoque de mercado.
Por un lado, Estados Unidos lidera el mundo en innovación médica: desarrolla la mayoría de los nuevos fármacos, dispositivos médicos y procedimientos de vanguardia. Hospitales y universidades estadounidenses, impulsados por fondos privados e incentivos de lucro o prestigio, han sido cuna de avances que van desde la cirugía cardíaca compleja hasta la terapia génica. Los pacientes de EE.UU., especialmente los asegurados, suelen tener acceso más temprano a tratamientos innovadores que en países con aprobación central más lenta. Como reflejo de esto, las tasas de supervivencia a 5 años de varios cánceres comunes (mama, próstata, colon) son más altas en EE.UU. que en la mayoría de países europeos, atribuible en parte a un diagnóstico más temprano y uso más agresivo de terapias modernas. Un estudio comparativo sobre cáncer de pulmón encontró que dos años después del diagnóstico, el 31% de los pacientes estadounidenses seguía vivo, frente al 19% de los pacientes ingleses, diferencia ligada a diagnósticos en estadios más tempranos y a tratamientos quirúrgicos más frecuentes en EE.UU.. Esto sugiere que la mayor disponibilidad de recursos y tecnología en el sistema norteamericano se traduce en mejores resultados clínicos en ciertos ámbitos. Asimismo, en cuanto a infraestructura, EE.UU. tiene una abundancia de equipos de alta complejidad (resonadores, tomógrafos, robots quirúrgicos) al servicio de los pacientes, evitando cuellos de botella para pruebas o cirugías.
Por otro lado, la experiencia estadounidense muestra la necesidad de remover barreras de entrada y favorecer la transparencia para que el mercado controle mejor los costos. Los ámbitos de la salud en EE.UU. donde el consumidor paga directamente y hay competencia abierta tienden a comportarse de manera más eficiente. Por ejemplo, las cirugías estéticas y los procedimientos de corrección visual (como LASIK), que normalmente no están cubiertos por seguros públicos ni pólizas convencionales, han experimentado precios relativamente estables o incluso a la baja en términos reales, a la vez que la calidad mejora. En estas áreas, las clínicas publicitan abiertamente sus tarifas y compiten por pacientes como cualquier otro negocio. De hecho, los precios de la cirugía ocular LASIK en EE.UU. aumentaron en los primeros años 2000 y luego empezaron a descender ligeramente conforme más competidores entraron al mercado, estabilizándose en torno a $2.100 por ojo hacia 2012. De igual modo, las cinco cirugías cosméticas más populares (aumento mamario, liposucción, rinoplastia, etc.) incrementaron su precio en promedio solo ~3% anual entre 2010 y 2015, apenas por encima de la inflación. Un tanque de pensamiento reportó que el precio de la cirugía estética en general subió un 30% desde 1992, mientras que el costo de la atención médica en su conjunto subió 118% en ese periodo. Esto indica que los servicios expuestos a la disciplina del mercado logran contener la inflación de costos de manera notable, a diferencia de los segmentos intermediados por seguros opacos o entes públicos, donde los usuarios no ven precios ni pueden elegir libremente, y por ende los proveedores carecen del incentivo a bajar tarifas.
Además, muchos ejemplos prácticos muestran que la iniciativa privada puede ofrecer atención de alta calidad a costos sorprendentemente bajos mediante la innovación en modelos de negocio. Por ejemplo, algunas clínicas quirúrgicas en EE.UU. (como la Surgery Center of Oklahoma) publican listas de precios fijos y transparentes para cada procedimiento, incluyendo honorarios médicos, lo que les permite atraer pacientes de todo el país con tarifas frecuentemente inferiores a las de hospitales tradicionales. Estas clínicas, al operar sin la burocracia pesada ni las negociaciones opacas con seguros, han forzado incluso a hospitales locales a revisar sus precios para no perder pacientes. En países en desarrollo, la competencia también ha impulsado la eficiencia: India se ha convertido en un destino de turismo médico gracias a hospitales privados que realizan cirugías cardíacas, trasplantes o tratamientos oncológicos a una fracción del costo occidental, con calidad comparable. Cadenas hospitalarias indias han logrado reducir drásticamente el costo de cirugías complejas mediante economías de escala e innovación de procesos, demostrando que es posible brindar medicina avanzada a precios accesibles cuando el mercado lo incentiva.
En resumen, las experiencias internacionales muestran que abrir espacio al mercado en la salud se traduce en mejoras de acceso, calidad e innovación, siempre que existan reglas básicas que aseguren transparencia y apoyo a quienes no pueden pagar. Países como Singapur y Suiza han logrado cobertura universal apelando a principios de mercado, mientras otros, como Reino Unido o Canadá, sufren carencias notables bajo esquemas estatales. A continuación, profundizaremos en por qué el libre mercado tiende a superar al Estado en estos desempeños, analizando los mecanismos de competencia, incentivos e innovación propios de una economía de salud descentralizada.
Competencia, incentivos e innovación: el mercado como garante de calidad
¿Por qué razón un sistema de libre mercado produciría mejor atención médica? La respuesta radica en los incentivos. En un mercado competitivo, los prestadores de salud (médicos, clínicas, laboratorios, aseguradoras) prosperan únicamente si logran satisfacer a los pacientes de manera eficiente. Esto implica ofrecer mejores tratamientos, mejor trato y menor costo, pues de lo contrario el paciente puede llevar su “negocio” a otro proveedor. Por el contrario, en un sistema estatal monopolizado, el paciente tiene pocas alternativas y el financiamiento está asegurado por impuestos, de modo que la presión por mejorar continuamente se diluye. Veamos cómo la competencia beneficia distintos aspectos de la salud:
- Eficiencia y menor costo: La competencia fuerza a controlar gastos superfluos y optimizar procesos. Estudios económicos señalan que cuando los hospitales compiten, los costos tienden a bajar o a crecer más lentamente. Por ejemplo, en entornos donde el pago por tratamiento es fijo (como ciertos sistemas de seguro), las regiones con más hospitales compitiendo exhiben menores costos por procedimiento sin detrimento de la calidad. Cada hospital busca maneras de atender al paciente consumiendo menos recursos, para así ofrecer precios atractivos o al menos no exceder el reembolso establecido. Además, la competencia elimina la complacencia del monopolio: si un hospital público es el único en su área, puede operar ineficientemente sin perder “clientes” obligados; en cambio, con varios hospitales, los peor gestionados pierden pacientes y podrían cerrar, lo que premia la buena administración y el uso óptimo de recursos.
- Calidad de la atención: Cuando un paciente elige dónde atenderse, los proveedores deben competir también en calidad, no solo en precio. De hecho, la evidencia sugiere que en mercados sanitarios más competitivos, la calidad tiende a mejorar. Un ejemplo ocurrió en Inglaterra tras las reformas que introdujeron libre elección de hospital: los centros en áreas con varios hospitales rivales mostraron reducciones significativas en la mortalidad posoperatoria y otras mejoras en comparación con zonas de monopolio, sin incremento de costos. La explicación es que, dado que los pacientes (o sus aseguradoras) pueden “votar con los pies”, los malos proveedores pierden mercado. Así, la competencia actúa como un mecanismo de selección natural: eleva a los mejores y obliga a los demás a mejorar o desaparecer, en beneficio de la calidad general.
- Reducción de esperas y mayor acceso: Con múltiples oferentes, si uno tiene su agenda llena, el paciente puede buscar otro con disponibilidad más inmediata. Los prestadores, a su vez, tienen incentivo a aumentar su capacidad (contratar más médicos, abrir nuevos quirófanos, extender horarios) para no ceder pacientes a la competencia. En un mercado libre, una larga lista de espera en un centro es una oportunidad para que otro ofrezca el servicio más rápido, captando así a los pacientes impacientes. Por ejemplo, la proliferación de clínicas de atención ambulatoria rápida (urgent care) en EE.UU. fue respuesta a las demoras para conseguir citas médicas tradicionales; emprendedores de la salud vieron una demanda insatisfecha y crearon centros donde atender el mismo día, que ahora reciben millones de visitas anuales. En contraste, en un sistema estatal sin competencia, una lista de espera simplemente crece y los pacientes no tienen a dónde más acudir, quedando atrapados en la cola única.
- Innovación constante: Quizás el aporte más crucial del libre mercado sea servir de motor de innovación médica. La perspectiva de obtener ventajas competitivas o ganancias impulsa a empresas y profesionales a buscar nuevas y mejores formas de curar enfermedades. Prácticamente todos los grandes avances médicos de las últimas décadas han tenido participación del sector privado y de la dinámica competitiva: nuevos medicamentos (desde antibióticos hasta terapias biotecnológicas) desarrollados por farmacéuticas invirtiendo miles de millones en I+D; dispositivos como escáneres, stents o válvulas cardíacas creados por compañías especializadas; procedimientos como la cirugía laparoscópica o la secuenciación genética, que si bien tuvieron investigación académica, fueron llevados a la práctica masiva por iniciativa empresarial. Incluso cuando la ciencia básica recibe fondos públicos, suele ser el emprendimiento privado el que lleva las innovaciones del laboratorio al paciente, asumiendo riesgos y costes que los entes estatales rara vez acometen. Un ejemplo reciente: las vacunas de mRNA para COVID-19 fueron desarrolladas en tiempo récord por empresas (Pfizer/BioNTech, Moderna) aplicando tecnologías emergentes que llevaban años gestándose en start-ups biotecnológicas; la burocracia regulatoria se flexibilizó ante la urgencia, y el resultado fue una innovación salvadora. Esto muestra que cuando las regulaciones no sofocan la iniciativa y hay incentivos claros, el progreso médico puede acelerarse dramáticamente.
- Variedad y especialización: El mercado promueve la diversidad de opciones. En lugar de un modelo único y uniforme para todos (propio de muchos sistemas estatales), surgen múltiples formatos de atención: seguros integrales, seguros de bajo costo solo para catástrofes combinados con pago directo en lo cotidiano, clínicas de lujo con servicios premium, clínicas básicas enfocadas en lo esencial, telemedicina, suscripciones médicas, etc. Esta variedad permite que cada individuo encuentre una solución acorde a sus preferencias y posibilidades, en lugar de un traje único que no a todos sienta bien. También se fomenta la especialización: por ejemplo, centros especializados en ciertas cirugías pueden lograr maestría y eficiencia superiores (menores costos, menos complicaciones) al concentrarse en ese nicho, algo difícil de lograr cuando un sistema estatal obliga a todos los hospitales a ser generalistas por igual. La libertad de empresa permite modelos innovadores como la teleconsulta 24/7, la medicina “concierge” (membresías que dan acceso directo a médicos personales), servicios de enfermería a domicilio bajo demanda, entre otros. Muchos de estos avances surgen fuera de los esquemas públicos y solo más tarde son adoptados, si acaso, por los sistemas estatales.
En definitiva, el libre mercado introduce en la salud mecanismos de autorregulación mediante competencia que alinean la oferta con las necesidades reales de los pacientes. Como señalara Milton Friedman, cuando algo se ofrece “gratis” suele volverse escaso; cuando tiene un precio, los productores se ingenian para hacerlo abundante y asequible. Aplicado a la salud, esto significa que, al dejar que los precios, la inversión privada y el afán de lucro responsable operen, se puede multiplicar la disponibilidad de servicios médicos y abaratar su costo en el tiempo.
Cabe aclarar que un mercado de salud no implica ausencia de compasión o solidaridad, como a veces se caricaturiza. Implica más bien un cambio de enfoque: en lugar de confiar en un comité central para asignar recursos sanitarios (lo que, como vimos, genera corrupción, colas y obsolescencia), se confía en millones de decisiones descentralizadas —pacientes eligiendo y proveedores compitiendo— para dirigir los recursos hacia donde realmente hacen falta. Los precios actúan como señales: un tratamiento muy demandado inicialmente puede ser caro, atrayendo inversión y competencia, y con el tiempo su precio baja haciéndolo accesible a más gente. Esto ha ocurrido, por ejemplo, con servicios como LASIK y varias cirugías electivas, cuyos precios se han estabilizado o reducido a medida que creció la oferta. Además, en ausencia de un Estado acaparador, la sociedad civil y la filantropía tienden a florecer para ayudar a quienes quedan rezagados. Históricamente, antes del Estado de bienestar, existieron numerosas sociedades mutuales y hospitales de caridad que brindaban atención médica accesible o gratuita a quienes la necesitaban, financiados por cuotas voluntarias de sus miembros o por donantes privados. Estos ejemplos evidencian que la solidaridad voluntaria puede sustituir a la coerción estatal en el campo de la salud, atendiendo a los vulnerables de manera eficaz y compasiva.
Salud: ¿derecho estatal o bien de mercado? — El argumento anarco-capitalista
Desde una perspectiva anarco-capitalista, la noción de que “la salud es un derecho que el Estado debe garantizar” es conceptualmente errónea y, en la práctica, perjudicial. Los anarco-capitalistas distinguen entre derechos negativos (que obligan a los demás a no interferir en tu vida, por ejemplo el derecho a no ser agredido) y derechos positivos (que supuestamente obligarían a otros a proveer activamente algo, como salud, educación o vivienda). La salud concebida como derecho positivo implicaría que alguien debe ser forzado a prestar servicios médicos o a financiarlos para otros, lo cual choca con el principio central anarco-capitalista: el principio de no agresión. Bajo este principio, es ilegítimo iniciar la fuerza contra otras personas; por tanto, no sería moral que el Estado extraiga recursos mediante impuestos para pagar la salud de terceros, ni que obligue a un médico o empresa a brindar atención en contra de su voluntad o interés económico.
Decir que la salud es un bien de mercado no significa restarle importancia, sino enmarcarla dentro del ámbito voluntario de la cooperación humana. En un mercado libre, la gente valora enormemente su salud y está dispuesta a destinar parte de su ingreso a conservarla; al mismo tiempo, profesionales y empresarios ven la oportunidad de ganarse la vida (y la fama científica) satisfaciendo esa necesidad. La interacción de ambos crea un sector salud que, como hemos visto, puede ser dinámico, innovador y eficiente. En cambio, cuando la salud se proclama “derecho” a ser garantizado por el Estado, se crea la ilusión de que se puede asegurar por decreto algo que en realidad depende de recursos escasos (personal médico, medicamentos, equipos, tiempo). Ningún sistema puede proveer infinitos cuidados a costo cero, de modo que el derecho termina siendo ilusorio o limitado: o bien se gastan sumas crecientes de dinero público (que gravan al contribuyente y pueden afectar a la economía), o bien se imponen restricciones y racionamiento (listas de espera, exclusión de ciertos tratamientos, etc.), socavando el mismo derecho que se proclamaba. Como observó un analista libertario, tener un supuesto derecho positivo a la salud no responde la pregunta de cuánta salud se tiene derecho ni quién lo determina; en la práctica, son burócratas o comités los que deciden qué tratamientos se dan y cuáles no, lo que significa que el tema se resuelve con criterios distintos al derecho individual. En otras palabras, el “derecho” positivo es inconcluso: termina dependiendo de consideraciones presupuestarias y políticas, no de la necesidad concreta de cada persona.
Además, desde el punto de vista anarco-capitalista, convertir la salud en un derecho estatal expande peligrosamente el poder coercitivo del gobierno y limita la libertad personal. Un Estado que se arroga la responsabilidad de velar por nuestra salud obtiene con ello justificación para inmiscuirse en las decisiones individuales: puede imponer mandatos sanitarios, prohibir conductas o productos “no saludables”, o condicionar la atención médica a ciertas exigencias (como vimos con el NHS y los pacientes fumadores/obesos). Esto se traduce en un paternalismo opresivo incompatible con una sociedad de individuos libres y responsables de sí mismos. En un sistema libre, cada persona es soberana sobre su cuerpo y sus elecciones médicas: puede decidir qué tratamientos seguir o rechazar, consultar segundas opiniones, optar por terapias alternativas o innovadoras, etc., sin un aparato estatal que dicte un estándar único para todos. La autonomía del paciente se respeta plenamente. En cambio, en un sistema estatal, esa autonomía suele ceder terreno ante protocolos unificados y decisiones centralizadas que no siempre se alinean con los deseos del individuo.
Los anarco-capitalistas confían en que incluso la asistencia a los más necesitados puede canalizarse fuera del Estado. La historia muestra que la sociedad civil puede proveer salud a los desfavorecidos sin coerción estatal. Mucho antes de los estados de bienestar modernos, existieron redes de ayuda médica voluntaria: las mencionadas sociedades mutuales obreras ofrecían seguros de enfermedad a bajo costo para sus afiliados; órdenes religiosas y filántropos fundaron hospitales de caridad que atendían gratuitamente a pobres; médicos notables dedicaban parte de su tiempo a clínicas pro-bono. En una sociedad próspera gracias al libre mercado, habría aún más recursos y disposición para estas iniciativas. La diferencia es que esa ayuda no se canalizaría mediante burocracias forzosas (que, como vimos, suelen desperdiciar recursos), sino de forma directa, plural y cercana a las comunidades necesitadas. La solidaridad voluntaria reemplazaría a la solidaridad impuesta.
En última instancia, el argumento anarco-capitalista es que la libertad funciona también en salud: tanto en términos éticos (respetando la libertad y propiedad de cada cual) como en términos prácticos (generando mejores resultados sanitarios). El Estado, en cambio, cuando asume el rol de proveedor de salud, inevitablemente se convierte en un agente opresor e ineficiente: oprime al contribuyente al quitarle su dinero, oprime al profesional al regular su actuar y limitar su innovación, y oprime al paciente al negarle opciones y retenerlo en sus colas y trámites. Los pacientes británicos obligados a esperar meses o años por cirugías, sin poder recurrir al sector privado doméstico para acelerar su atención, son ejemplo de esa opresión “blanda” pero real. En contraste, en un entorno libre, ninguna entidad tiene poder para impedir que un paciente busque la cura que necesita, ni para apropiarse del fruto del trabajo ajeno para financiar a otros en contra de su voluntad. La cooperación voluntaria sustituiría a la coacción, y los proveedores de salud competirían por servir en lugar de políticos compitiendo por presupuestos.
Conclusión
La tesis de “medicina sin Estado” sostiene que un sistema de salud basado en el libre mercado no solo es moralmente más respetuoso de la libertad humana, sino que puede ofrecer salud más accesible y de mayor calidad para la sociedad. A lo largo de este artículo hemos constatado los graves problemas que aquejan a los modelos estatales: desperdicio de recursos por mala gestión y corrupción, colapso y racionamiento expresado en interminables listas de espera, y estancamiento en la adopción de nuevas terapias. Por el contrario, los sistemas orientados al mercado que analizamos han conseguido resultados superiores: países como Singapur y Suiza alcanzan cobertura universal con servicios de alta calidad y eficiencia, mientras sectores privados dinámicos en otras naciones logran innovaciones y reducciones de costo impensables bajo monopolios públicos.
Lejos de ser un “sálvese quien pueda”, un enfoque anarco-capitalista de la salud apela a la cooperación voluntaria, a la capacidad organizativa de la sociedad civil y a los incentivos del mercado para alinear el interés privado con el bien común. La salud no deja de ser un bien vital por sacarla de las manos del Estado; por el contrario, se convierte en un bien atendido con la seriedad que merece, sometido al escrutinio de quienes más tienen en juego: los propios pacientes. Y a diferencia de un derecho estatal frecuentemente incumplido o condicionado, un bien de mercado es algo tangible que uno puede buscar, comparar y obtener efectivamente.
En conclusión, el Estado se ha revelado opresor e ineficaz en la provisión sanitaria, perpetuando modelos que a menudo fallan a quienes dicen proteger. El libre mercado, con sus mecanismos de competencia, innovación y responsabilidad individual, ofrece una vía probada para conseguir una salud más accesible, ágil e innovadora. Para garantizar sistemas sanitarios verdaderamente humanos y sostenibles en el siglo XXI, quizás debamos atrevernos a imaginar la medicina sin Estado: devolver la salud a la sociedad y al individuo, empoderando a pacientes y médicos para interactuar libremente en la búsqueda de la cura y el bienestar. Los datos y casos analizados invitan a reflexionar seriamente sobre esta posibilidad, rompiendo el tabú de que solo mediante gobiernos todopoderosos podemos cuidar nuestra salud. La evidencia sugiere más bien lo contrario: es en libertad donde la vida florece mejor, también en hospitales y consultorios.