La migración humana ha alcanzado niveles sin precedentes en la actualidad. Conflictos armados, crisis económicas y persecuciones políticas han empujado a decenas de millones de personas a cruzar fronteras en busca de seguridad y oportunidades. A finales de 2022, el número de personas desplazadas forzosamente superó por primera vez los 100 millones a nivel mundial, lo que equivale a 1 de cada 78 habitantes del planeta. Esta situación ha sido calificada como una ‘crisis migratoria’ global, visible en fenómenos como la afluencia de refugiados sirios y africanos hacia Europa, las caravanas de centroamericanos rumbo a Estados Unidos, o el éxodo de venezolanos por Sudamérica.
Lejos de aliviar la situación, las respuestas estatales han tendido a agravar el problema. En lugar de facilitar vías seguras de migración, muchos gobiernos han endurecido sus fronteras: levantando muros, imponiendo cuotas estrictas de ingreso y ampliando las fuerzas de control migratorio. Estas medidas no han detenido el flujo de personas desesperadas; por el contrario, han generado rutas más peligrosas y enriquecido a redes criminales. En el mar Mediterráneo, convertido en una de las rutas más mortíferas, más de 28.000 migrantes han muerto o desaparecido desde 2014 al intentar alcanzar suelo europeo en embarcaciones precarias. De forma similar, la frontera entre México y Estados Unidos se ha cobrado miles de vidas: solo desde 1998 se registraron más de 8.000 muertes de migrantes en la frontera sur estadounidense, al punto que la Organización Internacional para las Migraciones la ha señalado como el cruce terrestre más letal del mundo. Estas tragedias no son meros accidentes, sino consecuencia directa de las políticas que cierran las vías legales.
Al bloquear las rutas regulares, el Estado empuja a los migrantes a la clandestinidad, dejándolos a merced de traficantes y condiciones inhumanas. Investigaciones señalan que la construcción de muros y la militarización de las fronteras «conduce a más muertes, más casos de violación y más secuestros», forzando a las personas a caer en manos de narcotraficantes y criminales. En otras palabras, las mismas medidas estatales supuestamente diseñadas para mantener la «seguridad» acaban creando un escenario más inseguro y caótico, tanto para los migrantes como para las sociedades de origen y destino.
Desde una perspectiva anarco-capitalista, la raíz del problema radica precisamente en la intervención del Estado. Las fronteras cerradas, los visados limitados y la burocracia migratoria son mecanismos coercitivos que violan el principio de libre movilidad y generan un mercado negro de migración con todos sus males asociados. Este artículo aboga por una solución radical pero lógica: una migración sin Estado. Se explorará cómo un mercado completamente libre –sin trabas estatales– podría resolver la crisis migratoria, permitiendo un flujo ordenado y voluntario de personas a través de las fronteras. Para ello, examinaremos las consecuencias negativas de las restricciones estatales, repasaremos ejemplos históricos de movilidad en ausencia del Estado, propondremos mecanismos de mercado para gestionar la migración, analizaremos los beneficios económicos y sociales de fronteras abiertas, y responderemos a las objeciones más comunes. En última instancia, abogamos por la eliminación de las fronteras estatales, bajo la convicción de que la libre migración, guiada por la cooperación voluntaria y el interés mutuo, es la vía para superar la actual crisis migratoria.
Restricciones Estatales y sus Consecuencias
Las políticas migratorias restrictivas implementadas por los Estados suelen justificarse en nombre de la seguridad nacional o la protección del mercado laboral. Sin embargo, sus efectos reales han sido contraproducentes, dando lugar a mercados negros florecientes y a un sufrimiento humano evitable. Al cerrar las rutas legales de entrada, los Estados crean una demanda natural de vías alternativas – usualmente controladas por organizaciones ilícitas. Tal como ocurrió durante la Ley Seca con el alcohol, la prohibición estatal de la libre migración alimenta a redes criminales que aprovechan la clandestinidad para lucrar. Hace más de un siglo que se observa un patrón constante: un mayor control migratorio y militarización fronteriza conducen a la expansión y mayor rentabilidad del negocio del contrabando de personas. En la década de 1910, cuando Estados Unidos impuso por primera vez tasas y restricciones de entrada en la frontera con México, inmediatamente surgieron “coyotes” dispuestos a pasar migrantes clandestinamente cobrando la mitad de lo que costaba el impuesto legal. Desde entonces, cada nuevo muro, patrulla o ley restrictiva no ha hecho sino aumentar el incentivo para ingresar ilegalmente y para el contrabando: ya en 1925, el propio jefe del Distrito de Inmigración de Los Ángeles admitía que *“cada medida restrictiva añadida incrementaba el incentivo para la entrada ilegal y el contrabando”*.
Las consecuencias de este mercado negro migratorio son nefastas. Al igual que las prohibiciones contra las drogas crearon poderosos cárteles, las políticas anti-inmigración han dado pie a redes transnacionales sumamente violentas dedicadas al tráfico de personas. Estas organizaciones criminales explotan la desesperación de quienes buscan cruzar, cobrando tarifas exorbitantes y sometiéndolos a condiciones peligrosas. Los migrantes se ven obligados a viajar ocultos en camiones herméticos, a cruzar desiertos inhóspitos o a abordar botes sobrecargados; cualquier medio es válido para el traficante mientras logre evadir a las autoridades. El resultado es un espiral de violencia y tragedias: regiones enteras de México y Centroamérica han sufrido durante décadas la presencia de mafias que trafican drogas y migrantes al amparo de la clandestinidad. La corrupción se ve alimentada por estos lucrativos negocios ilegales, con funcionarios comprados para mirar a otro lado. En México, la combinación de la guerra contra las drogas y la criminalización de la migración ha contribuido a una violencia atroz, con cerca de medio millón de muertes en las últimas dos décadas. Lejos de “contener” la crisis, la frontera rígidamente vigilada ha sido un factor que la ha creado.
Además del auge del crimen organizado, las restricciones estatales generan sufrimiento innecesario en la población migrante. Cada obstáculo legal empuja a las personas a asumir riesgos mayores: rutas más largas y mortíferas, la exposición a extorsiones, robos y abusos durante el trayecto, y la separación familiar prolongada. La ilegalización también priva a los migrantes de protección una vez dentro del país de destino, volviéndolos vulnerables a la explotación laboral y la trata de personas. Muchos empleadores sin escrúpulos se aprovechan del estatus irregular de trabajadores migrantes para pagar salarios de miseria o imponer condiciones infrahumanas, sabiendo que el miedo a la deportación les impide denunciar la situación. De hecho, los tratantes utilizan la amenaza de entregar a sus víctimas a las autoridades migratorias como arma de coerción, creando una población sumisa en las sombras. Así, las leyes diseñadas supuestamente para proteger a la sociedad terminan creando una subclase de personas sin derechos efectivos, fácil presa de la explotación.
Por último, la criminalización misma de la migración conlleva sus propios costos. En Estados Unidos, por ejemplo, las violaciones migratorias se convirtieron en una de las principales causas de encarcelamiento federal: para 2011 casi un tercio de las sentencias federales eran por asuntos migratorios, y los arrestos de no ciudadanos por cruzar la frontera se dispararon 440% entre 1998 y 2018. Decenas de miles de personas han sido encarceladas simplemente por el “delito” de moverse sin permiso, saturando prisiones y desperdiciando recursos públicos en castigar a individuos pacíficos. Todo esto es el resultado de decisiones políticas, no una inevitabilidad: esas “infracciones” desaparecerían si dejaran de considerarse crímenes. En suma, las restricciones estatales han creado un problema mayor que el que pretendían resolver: han dado origen a un mercado negro violento, han causado muerte y sufrimiento evitables, y han criminalizado a gente trabajadora cuyo único afán es buscar una vida mejor.
Ejemplos Históricos de Movilidad sin Estado
Lejos de ser una utopía irrealizable, la libre migración ha existido en amplios periodos de la historia, usualmente con resultados positivos. De hecho, las rígidas barreras fronterizas son una invención relativamente reciente. Durante gran parte del siglo XIX y comienzos del XX, la movilidad internacional de personas fue considerablemente libre comparada con los estándares actuales. Por ejemplo, en el primer siglo de existencia de Estados Unidos no hubo prácticamente ninguna ley federal de inmigración, y hasta fines del siglo XX no existieron cercos o muros significativos en la frontera con México. En aquella época, millones de inmigrantes europeos atravesaron los océanos hacia América sin necesitar más que un pasaje de barco: entre 1820 y 1914 alrededor de 60 millones de europeos emigraron al Nuevo Mundo para escapar de la pobreza, prácticamente todos sin asistencia gubernamental ni visados de trabajo. Ese flujo masivo –conocido como la “era de la gran migración”– transformó continentes enteros, pobló países enteros y estimuló un enorme crecimiento económico, todo ello con una interferencia estatal mínima en el movimiento de las personas.
Los casos nacionales también ilustran cómo la movilidad humana puede prosperar sin controles estatales estrictos. Argentina brinda un ejemplo notable: su Constitución de 1853 proclamó la apertura a la inmigración en términos extraordinariamente liberales para la época. El preámbulo de dicha Constitución extiende sus garantías a ‘todos los hombres del mundo que deseen habitar el suelo argentino’, y el Artículo 20 establece que los extranjeros gozan en el territorio de la Nación de todos los derechos civiles del ciudadano. En la práctica, esto significó que Argentina, durante gran parte de su historia, no impuso trabas a la entrada de inmigrantes y prácticamente no deportaba extranjeros (salvo criminales violentos). A fines del siglo XIX y principios del XX, el país recibió millones de inmigrantes europeos (españoles, italianos, entre otros) que fueron fundamentales para su desarrollo económico y demográfico. De hecho, para 1914 cerca del 30% de la población de Argentina había nacido en el extranjero, una proporción altísima que refleja una política migratoria de puertas abiertas. Lejos de hundir al país, esa afluencia poblacional contribuyó a la prosperidad de la nación en aquellos años.
Otro ejemplo ilustrativo lo encontramos en la ausencia de restricciones internas en grandes espacios económicos contemporáneos. La Unión Europea, si bien no es “sin Estado” en sentido estricto, ha eliminado las fronteras entre sus estados miembros en el marco del acuerdo de Schengen. Esto ha permitido que más de 13 millones de ciudadanos europeos vivan en un Estado miembro distinto al de su nacionalidad, moviéndose libremente en busca de empleo o mejor calidad de vida, sin necesidad de pasaportes internos ni controles aduaneros. La libre movilidad dentro de Europa ha fortalecido sus mercados laborales –facilitando que la mano de obra llegue adonde se necesita– y enriquecido la diversidad cultural, todo ello sin provocar el caos que auguran los detractores de las fronteras abiertas.
En suma, la historia ofrece numerosos precedentes de migración ampliamente libre: desde la colonización de continentes enteros por migrantes voluntarios hasta zonas de integración moderna como la UE. En todos estos casos, la ausencia o mínima presencia del Estado en la regulación migratoria no llevó al desastre, sino que fue acompañada por el crecimiento económico, la innovación y la dinamización social. Las comunidades receptoras supieron absorber a los recien llegados cuando existían oportunidades económicas, y los migrantes, a su vez, contribuyeron enormemente al desarrollo de sus nuevas sociedades. Estos ejemplos refutan el argumento de que sin un Estado controlando estrictamente las fronteras reinaría la anarquía; por el contrario, muestran que la movilidad humana tiende a autorregularse sobre la base de las necesidades económicas y lazos sociales, especialmente cuando no está entorpecida por barreras artificiales.
El Mercado Libre como Solución
Frente a la evidencia de que la intervención estatal genera más problemas de los que resuelve, la alternativa anarco-capitalista propone quitar al Estado de la ecuación y dejar que el libre mercado regule la migración. En un sistema de mercado totalmente libre, las decisiones sobre quién se muda adónde serían el resultado de acuerdos voluntarios entre individuos y organizaciones, guiados por incentivos económicos y la cooperación mutua. Las empresas privadas podrían contratar trabajadores de cualquier parte del mundo según sus necesidades, los propietarios de viviendas podrían arrendar o vender propiedades a quien deseen sin trabas migratorias, y las comunidades podrían recibir a nuevos residentes mediante consensos y contratos privados en lugar de órdenes gubernamentales.
La eliminación de las barreras estatales (visados, cupos, permisos burocráticos) simplificaría enormemente el proceso migratorio. Viajar de un país a otro no sería distinto a viajar dentro del mismo país: bastaría con un boleto de avión o autobús y la disposición de alguien del lado receptor a entablar una relación (sea laboral, comercial o familiar) con el migrante. Al no existir prohibiciones generales, desaparecería el mercado negro de tráfico de personas: nadie pagaría a un coyote si puede cruzar por la puerta principal. De hecho, al igual que ocurrió con la legalización de alcohol tras la Prohibición, legalizar la migración *“eliminaría de la noche a la mañana casi todas las ganancias en las que se apoyan los grupos criminales transnacionales”*, asestando un golpe letal a las mafias de traficantes de migrantes. Los enormes recursos hoy gastados en muros, patrullas y deportaciones podrían redirigirse a esfuerzos productivos o a abordar las causas de fondo que motivan la migración.
En ausencia del Estado, el propio mercado desarrollaría mecanismos para facilitar una migración ordenada y beneficiosa para todas las partes. Por ejemplo, las empresas podrían actuar como sponsors o patrocinadoras de trabajadores migrantes, garantizando su empleo y alojamiento al llegar, de modo similar a como hoy algunas industrias gestionan visados laborales pero sin la burocracia de por medio. Asociaciones civiles, iglesias o ONGs podrían establecer programas de acogida financiados voluntariamente, emparejando familias locales con refugiados o migrantes necesitados, con contratos privados que definan responsabilidades mutuas. En un entorno de libre contrato, también surgirían soluciones aseguradoras: compañías dispuestas a vender seguros médicos o fianzas a inmigrantes recién llegados, brindando garantías financieras que hoy los Estados exigen (por ejemplo, asegurando que no se conviertan en una ‘carga pública’) mediante arreglos privados. Todo esto incentivaría una integración más rápida, porque los migrantes tendrían incentivos para cumplir sus compromisos contractuales con quienes les han dado la bienvenida.
Un aspecto clave del modelo anarco-capitalista es que la migración ocurriría por invitación implícita o explícita, nunca por imposición. Esto significa que cada persona que se traslada lo hace porque del otro lado hay alguien –un empleador, un familiar, un amigo, un posible socio de negocios– dispuesto a recibirla. Así se evita el fantasma de la “invasión” descontrolada que suele esgrimirse en contra de las fronteras abiertas. Como explica la teoría libertaria, en un mundo de plena propiedad privada la inmigración equivaldría al ejercicio del derecho de cada propietario a decidir a quién admite en sus dominios. Si bien algunos podrían optar por no recibir extraños en su propiedad, muchos otros verían beneficios en atraer colonos, trabajadores o compradores, por lo que la migración fluiría hacia donde es bienvenida y valorada. La coordinación libre entre oferta y demanda permitiría que las personas se desplacen allí donde su trabajo y talento son necesarios, sin burocracias que ralenticen ese ajuste natural.
Esta solución de mercado no es solo teórica: es la extensión lógica de los principios libertarios aplicados a las fronteras. Diversos pensadores libertarios han argumentado que las políticas de puertas abiertas son las únicas coherentes con la libertad individual. El escritor Jacob Hornberger, por ejemplo, sostiene que las fronteras abiertas son *“la única posición de inmigración compatible con el libertarismo”*. De igual modo, el economista Jesús Huerta de Soto prefiere un esquema anarco-capitalista y afirma que la existencia del Estado-nación es responsable de muchos de los problemas asociados a la migración. En un mundo sin estados, las personas podrían ejercer plenamente su derecho a transitar y establecerse donde crean conveniente, negociando directamente con otras personas y entidades los términos de su desplazamiento. El resultado esperado sería una migración mucho más humana y eficiente: las decisiones se basarían en la oferta y demanda reales de cada lugar, se eliminarían los cuellos de botella artificiales, y la integración se daría a través de la interacción voluntaria en la comunidad y el mercado.
En síntesis, un mercado libre de trabas estatales ofrecería soluciones orgánicas a la cuestión migratoria. La libre empresa y la sociedad civil llenarían el vacío dejado por el Estado, gestionando la movilidad de personas de manera flexible y adaptable. La migración dejaría de verse como un problema a contener y pasaría a ser lo que realmente es: un fenómeno social y económico normal, que bien canalizado mediante acuerdos voluntarios, beneficia tanto a quienes se desplazan como a quienes los reciben.
Impacto Económico y Social
Los beneficios de una migración sin trabas son vastos, tanto en el ámbito económico como en el social. Diversos estudios han proyectado ganancias enormes si se eliminaran las barreras a la movilidad laboral entre países. El economista Michael Clemens estimó en 2011 que abrir las fronteras a nivel mundial podría aumentar la producción global entre un 50% y un 150%. Dado un PIB mundial de alrededor de $80 billones de dólares, eso implicaría sumar del orden de $40 a $100 billones a la economía mundial. Si bien estas cifras son teóricas, señalan la existencia de un “billete de trillones en la acera” que estamos dejando pasar: las restricciones migratorias actuales representan un enorme costo de oportunidad en términos de riqueza no creada. Al permitir que la gente se mueva libremente hacia donde su trabajo es más productivo, la economía global se volvería mucho más eficiente. Por ejemplo, trabajadores de países pobres que hoy ganan $5 al día podrían ganar $15 por hora en países desarrollados haciendo labores similares; esa multiplicación del ingreso no solo beneficia al migrante, sino que también incrementa la producción total y el consumo, generando una demanda adicional que crea empleos para todos. Con fronteras abiertas, el hambre y la pobreza extrema podrían reducirse drásticamente a escala planetaria, al posibilitar que millones de personas escapen de entornos sin oportunidades y se integren en economías más prósperas.
Lejos de perjudicar a las sociedades receptoras, la inmigración libre tiende a estimular el crecimiento económico de éstas. La llegada de inmigrantes suele ir acompañada de un aumento neto de la actividad económica: más trabajadores implican más producción y también más consumo. Un análisis encontró que por cada aumento del 1% en la proporción de inmigrantes en la población de Estados Unidos, el PIB crece un 1,15%, reflejando que la inmigración expande el pastel económico en lugar de quitarle porciones a los locales. Asimismo, los migrantes llenan vacíos en el mercado laboral –haciendo trabajos que escasean localmente o aportando habilidades especializadas– y su presencia puede complementar a la mano de obra nativa. El llamado “lump of labor fallacy” (falacia de cantidad fija de trabajo) ha sido refutado repetidamente: los inmigrantes no “quitan empleos” en el largo plazo, sino que suelen crear nuevos puestos a través de su actividad y emprendimientos. Un informe académico exhaustivo no halló efectos negativos significativos de la inmigración en salarios ni empleo de los nacidos en el país en el largo plazo. De hecho, muchos inmigrantes terminan generando negocios propios: tienen una tasa de emprendimiento elevada y fundan compañías que emplean a nativos. Por otro lado, su aporte fiscal tiende a ser positivo; en países como Estados Unidos, diversos estudios muestran que los inmigrantes contribuyen más en impuestos de lo que consumen en servicios públicos, especialmente porque quienes llegan jóvenes trabajan y cotizan durante años antes de jubilarse, y porque los indocumentados suelen quedar excluidos de los beneficios pero igualmente pagan impuestos.
Otro terreno donde la migración libre muestra sus bondades es en la innovación y el dinamismo social. Los movimientos migratorios han sido históricamente portadores de nuevas ideas, conocimientos y redes culturales. En la actualidad, es notable el rol desproporcionado de los inmigrantes en el avance científico y tecnológico. Por ejemplo, aunque los inmigrantes representaban solo alrededor del 16% de los inventores en Estados Unidos entre 1990 y 2016, fueron responsables de aproximadamente el 23% de la producción innovadora total medida en patentes. Esto significa que los inventores extranjeros son, en promedio, sustancialmente más productivos que sus pares nativos, contribuyendo de forma destacada al progreso técnico. No es casualidad que un número significativo de ganadores del Premio Nobel o fundadores de empresas de vanguardia sean migrantes en sus países de acogida. La diversidad de experiencias y perspectivas que traen los inmigrantes suele potenciar la creatividad y el espíritu emprendedor en las sociedades receptoras. Así, una política de puertas abiertas enriquecería el acervo humano disponible para innovar, crear empresas y resolver problemas complejos.
En lo social, la libre migración tiende a revitalizar comunidades envejecidas o en declive demográfico. Ciudades y pueblos que pierden población local pueden encontrar en la llegada de inmigrantes la salvación de sus escuelas, sus mercados y su vitalidad cultural. Nuevos vecinos significan nuevas familias, nacimientos, comercios que permanecen abiertos y viviendas que se ocupan en vez de abandonarse. Diversos ejemplos en Estados Unidos y Europa han mostrado barrios deteriorados cobrando nueva vida gracias a comunidades inmigrantes que abren tiendas, restauran viviendas y celebran sus tradiciones, enriqueciendo el mosaico cultural. Lejos de aumentar la delincuencia o el desorden, muchos estudios reflejan que los inmigrantes tienen tasas de criminalidad más bajas que los nativos, y contribuyen a la seguridad al integrarse en la vida económica formal en lugar de quedar relegados en la marginalidad. También promueven valores de trabajo y aspiración, recordando a las sociedades anfitrionas su propio ethos de superación.
Finalmente, en el plano de los conflictos, la libertad migratoria actuaría como un factor pacificador a largo plazo. Cuando las personas pueden moverse libremente, disminuye la tensión derivada de las desigualdades: las poblaciones no se sienten atrapadas sin salida en lugares sin futuro, ni se ven obligadas a luchar por recursos escasos en su lugar de origen, pues tienen la opción de buscar mejores horizontes. La posibilidad de “votar con los pies” –es decir, de salir de regímenes opresivos o economías fallidas– también incentiva a los gobiernos a comportarse mejor, bajo pena de perder a su fuerza laboral y enfrentar descontento interno. Además, la interacción constante entre gentes de distintas naciones fomenta la comprensión intercultural y teje lazos de interdependencia que hacen menos probables los conflictos bélicos. Es ilustrativo cómo, tras décadas de integración europea con libre movilidad, las antiguas rivalidades entre países de la UE se han atenuado considerablemente. A nivel global, si las personas de regiones afectadas por crisis (sea guerra, colapso económico o desastre climático) pueden reasentarse en otros lugares, es menos probable que esas crisis escalen en catástrofes humanitarias o conflictos internacionales. Como señala un argumento contemporáneo, mantener a decenas de millones de desplazados encerrados tras muros fronterizos solo alimentará la desesperación política y la violencia, mientras que abrir las fronteras es un paso esencial para abordar conjuntamente desafíos como las migraciones masivas por el clima. En síntesis, una sociedad de libre migración sería más próspera, más innovadora y más armoniosa, reduciendo no solo la pobreza sino también muchas fuentes de conflicto e inestabilidad.
Conclusión
La migración libre, sin las ataduras del Estado, no es una quimera ideológica sino una propuesta fundamentada en principios de libertad y corroborada por la experiencia histórica y los datos actuales. Hemos visto cómo la intervención estatal –lejos de solucionar la llamada crisis migratoria– la ha agravado con fronteras militarizadas que engendran violencia y sufrimiento. En contraste, un enfoque anarco-capitalista, confiando en el mercado libre y la cooperación voluntaria, ofrece una vía para convertir el fenómeno migratorio en una fuerza positiva y manejable para todos.
Eliminar las fronteras estatales significa reafirmar un derecho humano fundamental: el derecho a desplazarse en busca de una vida mejor. Como proclamó el abolicionista Frederick Douglass ya en 1869, “el derecho de migrar… pertenece por igual a todos los hombres”. Reconocer ese derecho hoy implicaría derribar los muros físicos y legales que impiden a las personas transitar libremente por el mundo. No se trata de imponer nada a nadie, sino de quitar impedimentos: permitir que cada empleador contrate al candidato idóneo venga de donde venga, que cada familia se reagrupe sin importar la nación de origen, que cada individuo elija residir donde encuentre seguridad y prosperidad. La sociedad resultante no sería un caos, sino un entramado más rico de intercambios voluntarios, donde la diversidad y la oportunidad se multiplican.
Por supuesto, la transición hacia un mundo sin fronteras plantea retos. Será necesario reemplazar las estructuras coactivas actuales por arreglos voluntarios y flexibles; pero esos arreglos ya asoman en forma de redes globales de negocios, diásporas solidarias y ciudades que acogen inmigrantes y se benefician de ello. El papel del Estado, con sus visas y alambradas, es prescindible y contraproducente en la gestión migratoria del siglo XXI. En su lugar, la libre interacción de individuos y comunidades puede regular pacíficamente los flujos de personas, de la misma manera que internamente gestiona la movilidad de sus ciudadanos entre ciudades o regiones. La prosperidad económica, la innovación cultural y la misma paz social se verán fortalecidas por una humanidad más integrada y libre para moverse.
En última instancia, abogar por una migración sin Estado es abogar por una sociedad más libre, más próspera y más justa. Es reconocer que ningún gobierno tiene el derecho moral de encerrar a un ser humano dentro de las fronteras donde nació, del mismo modo que no lo tiene de impedirle hablar o comerciar. Las líneas en los mapas deben dejar de ser barreras para convertirse, a lo sumo, en divisiones administrativas sin carga ética. El libre flujo de personas –al igual que el de bienes e ideas– nos acerca a un mundo donde la cooperación sustituye a la coerción. Abrir las fronteras no resolverá todos los problemas de la humanidad, pero derribará una pared enorme que hoy separa a quienes podrían ayudarse mutuamente. Se trata, en definitiva, de dar un paso hacia una verdadera sociedad abierta global.
La crisis migratoria actual es, en gran medida, una creación artificial de los Estados. La solución duradera es tan sencilla como radical: dejar que las personas se muevan. Al eliminar las fronteras estatales y abrazar un orden de mercado libre, permitiremos que la migración recupere su cauce natural y beneficioso. Los trabajadores podrán ir adonde se les necesita, las familias podrán reunirse, los perseguidos encontrar refugio, y todos, nativos o recién llegados, cosecharán los frutos de vivir en comunidades más dinámicas y diversas. En vez de muros, construyamos puentes voluntarios; en vez de coerción, confianza en la libertad. ‘Migración sin Estado’ no es solo un ideal anarco-capitalista, es una visión de esperanza: la de un mundo en que ningún ser humano sea considerado ‘ilegal’ por el simple hecho de cruzar una frontera, sino que pueda desplazarse libremente en pos de la paz y la prosperidad compartidas.